martes, 17 de noviembre de 2009

Eclipse de Mujer

Tenía que llegar rápido a la casa de mi padre para que los espaguetis a la boloñesa no se aburrieran de esperarme. Corrí hacia un paradero del MIO en la Sexta A, frente a un castillo abandonado cuyo sótano es una laguna de hediondez de metro y medio de profundidad. El bus azul pasó más rápido de lo normal y no se detuvo en el dichoso paradero, sino en el próximo, por lo que tuve que correr y madriar entre dientes hasta alcanzarlo. Subí. El bus azul me llevó sin novedades hasta la estación, en donde esperé por el alimentador junto a un muchacho con un arete dorado en la oreja y unos audífonos rojos en los oídos. No sé porqué me fijo en estas estupideces. El caso es que la ruta T31 del MIO llegó, yo la abordé, y por fortuna encontré un puesto vacío. Todo indicaba que iba a ser un viaje más, con la cara mustia y el deseo de estar en cualquier otra parte. El MIO se llenó a las tres estaciones y, cuando creí que lo mejor era cerrar los ojos y fantasear, la vi...
Primero a su cabello, al cabello más rojo y más hermoso que he visto en mi vida, e incluyo en mi juicio a todos los cabellos rojos que he visto en vivo, en tv, en cine o en la web. Era el "Cabello Rojo", o lo más cercano que había a su definición ideal. Luego vi su rostro, su rostro blanco abundante en pecas. Sus ojos tímidos, casi temerosos. Sus labios... DIOS!
Alguna crueldad hizo que la mujer que se encontraba a mi lado se parara y que la Belleza que había ingresado al MIO se sentara junto a mí. Y como el sol ya caminaba hacia occidente y su luz se estrellaba contra la ventanilla del bus, perfilaba a la mujer de cabello rojo y le regalaba un aura dorada a toda ella, yo estaba que me mordía un codo, que gritaba de desesperación, porque solo podía pensar en esa mujer y en nada más en el mundo. Yo, que casi siempre pienso en catorce idioteces al tiempo, no podía creer que una aparición me esclavizara imaginación, gusto y coraje.
En fin...
Una estación más se subió al MIO una señora con un niño pequeño. Como no había puesto disponible (el que se supone deben ocupar los niños y sus madres estaba ocupado por un adolescente al que le quería moler las bolas a pata), le cedí mi puesto a la pareja. El niño me sonrió, la madre me sonrió y la mujer de cabello rojo... también. Casi amé al adolescente por brindarme esa oportunidad de ver la sonrisa más hermosa del mundo.
Así que continué el viaje de pie, con una perspectiva en picada que me permitía observar cómo la mujer de cabello rojo mordía sus labios, porque los creía resecos pero no lo estaban (de hecho eran una selva tropical de rosados y rojos y yo deseando deforestarlos), y los mordía con una inocencia y una indiferencia que la hacían tan sensual como un helado en el desierto.
Me estaba desesperando. Qué hacer? Qué decirle? No soy precisamente un hombre apuesto y mi apariencia no inspira precisamente confianza desde el primer momento. Y como en Colombia nos educan para temer las palabras de todo extraño… Así que solo esperé.
Dos estaciones más la madre y el niño bajaron del MIO y yo recuperé mi asiento junto a la maravilla. La miraba de soslayo, tratando de capturar cada peca, cada espacio de luz entre la comisura de sus labios, el perfil de su nariz, ella era un eclipse en la luz de la tarde caleña y yo estaba tan lleno de decirle "hermosa" que estaba a punto de vomitar la palabras.
Tomé aire y valor, conté hasta diez y le dije: "disculpe, señorita. Tengo que decirle que usted es una de las mujeres más hermosas que he visto en mi vida. Se lo he querido decir desde que subió al bus pero no había reunido valor suficiente para hacerlo. Solo quería decírselo". Ella me dijo gracias dos veces y sonrió. Noté cómo se sonrojaba esa piel blanca entre las pecas y por alguna razón quise beber malteada de fresa con chips de chocolate.
Guardé silencio hasta que llegamos a la última estación del viaje: Universidades. Ella y yo bajamos del MIO. Nuestras miradas no se volvieron a cruzar. La vi salir de la estación sin voltear la vista, con su atuendo de matices morados y la pluma que adornaba su cabello y toda ella más bella aun que cuando la tenía tan cerca.
Me sentí más imbécil que muchas veces. Creo que solo me he sentido así cinco veces en mi vida. Ella cruzó la calle y se perdió en una curva.
Yo dejé de mirar hacia ella. Ya no estaba ahí, solo en mi memoria la tenía. Di media vuelta y corrí hacia el bus alimentador que me llevaría hacia mi padre y sus espaguetis a la boloñesa.
Escribo estas líneas para no matar su recuerdo. Quién sabe, dicen que el mundo es un pañuelo. Quizá algún día, un cabello rojo, unos labios de selva húmeda y su piel sudando junto a la mía.
Espero.