domingo, 10 de octubre de 2010

Mi Último Melodrama

Es tarde. Hay luna y estrellas y mucha noche. Hay dos murciélagos y una sabandija de colores, pero como está oscuro, los colores de la sabandija no se pueden ver. Hay algo más en un rincón del jardín, pero pertenece a otra historia, no a esta, así que es como si no existiera. En cambio ella sí le pertenece a esta historia. Ella, la que acecha acuclillada en la rama más alta del cerezo. Ella sí existe, como el cerezo, como la noche, como los dos murciélagos. Ella sí nos pertenece. Ella, a ti y a mí, lector (en este momento más a ti que a mí). Ella viste de negro, como los ninjas. Ella tiene el pelo recogido en un moño de asesina. Ella solo tiene los ojos libres de telas, porque es lo único que los ninjas se dejan ver. Ella tiene su ninjato (la espada de los ninjas) metida en la faja que le ajusta la cintura. Ella es una muy buena ninja con piernas de loto blanco que mira atentamente la única ventana iluminada de la casa. Una casa grande. La casa de un hombre que ha vivido una vida holgada: yo. ¿Por qué una ninja acecha fuera de mi casa con ojos rabiosos de mujer? Primero, porque antes de ser ninja ella fue mujer. Segundo, porque yo soy el causante de su rabia. Yo, un escritor de melodramas. Ella acaba de saltar desde la rama del cerezo hasta el tejado de un cobertizo. Corre rápido, sin hacer ruido, y escala una pared como lo haría mi gato. Luego espera. Espera porque en este momento estoy en la ventana (te preguntarás, lector, cómo puedo estar en la ventana si estoy escribiendo estas palabras, pero le dejo la solución de este ingenuo enigma a tu imaginación), y como estoy en la ventana, estoy mirando hacia afuera. Me gusta el aire de la noche. Me gusta más que el té. Me gusta abrir la boca y dejar que me alise la garganta. Dos sorbos de aire y me alejo de la ventana para continuar con esta historia. Tomo el pincel, lo humedezco y escribo estas palabras sobre el papel más costoso que existe en el Oriente. Por supuesto que lo hago en otro idioma, pero esto no viene al caso. ¿Sabes por qué? Porque ella se ha movido al ver que yo me he alejado de la ventana. Ella, que tanto me odia. No la culpo. De hecho, así deseé que fuera. Yo instalé ese odio en su corazón como una mano instala un tatuaje en la piel. Lo hice al asesinar a su amor. Ya te había dicho, lector, que ella fue mujer antes que ninja, y el amor de una mujer que además es ninja sobrepasa tu banal entendimiento del alma humana, así que no voy a tratar de explicártelo. ¿Cómo asesiné a su amor? Fácil, simplemente decidí que sería mucho más interesante matar al protagonista de mi última novela antes del final. Él era su amante (un hombre mucho más apuesto que yo, debo confesar). Logré mucho éxito con esa novela. A la gente le gustan esas cosas. Melodramas. A mí también. Pero a ella no le gustó tanto que yo hubiera matado a su amor. Por eso está afuera de mi ventana, con la mano derecha apretando el mango de su ninjato, dispuesta a cortarme la cabeza de un tajo… O tal vez no. Tal vez sea mejor escribirme otra muerte. Una más lenta. Un destripamiento… Puede ser. Total, soy yo quién decide qué es y qué no es en este pedazo de papel que es el universo en el que ella, dos murciélagos y una sabandija habitan. Puedo escuchar su respiración. Es casi imperceptible. Si te esfuerzas, tú también podrás escucharla. ¡Oh, qué dulce mujer! Desearía cambiarlo todo en el último momento; que me vea a los ojos y decida amarme. Pero esta no es una noche que admita un final feliz. Aunque no voy a negarte, lector, que en este instante me encantaría escribir que ella me abraza con sus piernas de loto blanco y me ofrece de beber un trago de su polen secreto. Pero no. Ella, en cambio, saca su lengua del color de las fresas maduras y se relame los labios. Es una manía que no le he podido quitar. Siempre lo hace antes de una muerte. Todo está tan silencioso. Solo se escuchan el sonido de mi pluma sobre el papel, su respiración y el latido de nuestros corazones. El suyo late más rápido de lo habitual. Es lógico, hoy matará por odio. Jamás comprenderá que en realidad ella es el instrumento con el cual pretendo darle fin a una vida frívola y viciosa. Jamás comprenderá que al matar a su amante en la cima del Monte Hon Shi comencé a redactar mi suicidio. La escucho saltar a través de la ventana. La escucho moverse rauda hacia mí. Debo despedirme, lector. Espero que leas más a menudo. ¡Oh, qué ardiente es el acero contra la carne desnuda! …